Las vacas

Para Andrea Vejarano

Las vacas de verdad empezaron a aparecer en el horizonte a medida que nos alejábamos de Lérida. El pastoral se ampliaba más allá desde donde la mirada humana alcanzaba a vislumbrar sus extensas subidas y nobles bajadas. Todo era tierra ajena y, sin embargo, el sentimiento de familiaridad entraba con cada respiro de aire. 

Cuando vimos a la primera vaca, Renfo se emocionó. Él, que apenas había cumplido los ocho años, había crecido rodeado de vacas criollas, caballos, cerdos, gallinas, perros, gatos, abejas, lagartijas, serpientes, alacranes y toda criatura merecedora del respeto austero que tiene la violenta naturaleza. Pero las vacas verdaderas eran diferentes: vestían un blanco más brillante y un negro tan profundo que, cuando se movían con el letargo agraciado que tienen las vacas al desfilar su cuero divino, podía uno sumergirse en el movimiento casi oscilatorio de su pelo.

"¡Una vaca, Ilo, mira: una vaca de verdad!"

"Sí, sí veo Renfo. Ven y te cargo para que las veas mejor."

Renfo se despegó de la pared del camión y alzó los brazos para que lo cargaran. Yo estaba a su lado y había descubierto un pequeño hueco por donde se podía mirar al exterior del camión en el que íbamos. 

Ya serían más de diez horas desde que salimos del pueblo.

Faltarían otras dos o tres hasta llegar a Bogotá.

Cargué a Renfo por media hora pues cada vez que pensaba que ya se habría cansado de ver “las vacas de verdad” hacía un ademán de desmontar una de sus pequeñas y lánguidas piernas de mis hombros. Sin embargo, el niño me jalaba el pelo en respuesta y entendía que su euforia con las vacas no había acabado. Solo fue cuando la carretera se puso más escueta y poblada que Renfo solito me desmontó ambas piernas y se deslizó por mi espalda.

“Cuidado, hijo, que te vas a descalabrar como hagas marometas así sin avisarme.”

“Perdón, tío Ilo. Sí, señor.”

Me quedé mirando el paisaje, ya un poco más poblado mientras nos acercábamos a las afueras de la ciudad. El verde poco a poco iba desapareciendo y ya no se veían ni vacas “de mentira” ni mucho menos “las de verdad”. Renfo se había quedado dormido contra una de las paredes de madera del vagón de carga y suspiré. Mi hermano Caro, cómo le decíamos porque su nombre completo era Catimbe Roberto de Jesús y los Ángeles, nos estaba esperando en Bogotá desde hace ya dos días. Yo me vine a enterar de esto porque la prima de mi esposa es la secretaria de uno de los doctores de Medicina Forense y le dijeron que habían quedado dieciséis muertos del batallón catorce aquel día. Ese era el batallón de Caro, pero no podíamos estar seguros de que era él.  Duré casi dos días llamando al batallón, pero no daban respuesta alguna. Así que, en vista de la enorme incertidumbre, me traje a Renfo para averiguar por mi hermano Caro y darle la oportunidad a su hijo, si era el caso, de que se despidiera de su papá dignamente.

A nosotros, a Caro y a mí, nos tocó levantar el cuerpo de Papá, casi despotricado del todo, de una finca vecina cuando los militares o los paracos o los guerrilleros, o cualquiera da igual, le habían dado de baja en un ataque erróneo. O, por lo menos, eso dijeron después: que la masacre había sido un error, un error de seis muertos. Eso había sido ya hace más de quince años, pero el recuerdo vívido del cartílago, vísceras y cerebro expuesto de mi padre seguía atormentándome por las noches. Es decir, llevaba ya quince años sin dormir bien y se me notaba porque a los cuarenta y cinco ya parecía de casi sesenta años. Caro no vio a Papá porque yo no lo dejé, solo acepté que me ayudara a cargar el cuerpo desprolijo metido en una bolsa hecha de lino y lo quemamos esa misma noche en la fogata que hicimos con el padre Mario Andrade. El olor a carne quemada de humano es incomparable a cualquier otro olor e igual de traumático que una buena patada en los testículos.

“¿Cuánto falta para llegar, tío Ilo?”

Renfo me estaba haciendo ojitos de perro viejo, los mismos que hacía cuando quería que le comprara en día de semana una de las brevas que vendía la señora Julia Villafañe al pie de la vereda de al lado de la casa. Las brevas solo se comen los domingos, le decía, pero a veces sus ojitos me despertaban el corazón que creía ya no tener y sucumbía ante su innegable carisma.

“Ya casi, Renfo. No te desesperes.”

“Está bien. Oye Ilo, ¿tú crees que de regreso a la casa veremos a las vacas de verdad? Quiero que Papá las vea.”

Los ojos marrones de Renfo brillaban con igual vigor que su sonrisa pueril y de repente me entró un frío, seguido por la sensación de ahogo súbito, pues había caído en cuenta, en ese preciso instante, que lo más probable era que Caro volviera con nosotros, pero metido en una lata de café hecho cenizas. Y ahora yo, que fui por tanto tiempo el padre de mentiras de Renfo, tendría que convertirme, a pesar de ser de otra raza, llevar otro pelaje, otro temperamento, otra esencia, en una vaca de verdad.

“Claro que sí, veremos todas las vacas de verdad. Carajo, hasta de pronto nos compramos una, Renfo.”

Lástima que “las vacas de verdad” no existen.


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