4 pm
La trattoria San Giorgio es de mis lugares favoritos en Bogotá. Principalmente, porque se puede fumar en la terraza, si tienes la peligrosa suerte de que no hayan otros comensales comiendo o, en su defecto, que los que hayan sean fumadores igual que tú. Hoy vine sin compañía a almorzar a las cuatro de la tarde, hora extraña en la que probablemente sería mejor no comer, pues es muy tarde para almorzar y resulta ridículamente temprano para la cena. Es el único sitio donde venden una porción de raviolis generosa y ajustada a un precio módicamente perfecto. Ni muy muy, ni tan tan. Y además, los raviolis vienen rellenos de verdad, no como algunos raviolis farsantes de otros sitios o de los que se encuentran en las tristes hileras de los supermercados.
Llovió hace poco y hace frío, pero bueno, yo siempre tengo frío. El mesero me hizo el lindo detalle de prender un calentador a mi lado para que no me congelara. Había dos hombres comiendo en una mesa contigua pero se han ido y el restaurante quedó vacío. Lógico. ¿A quién se le ocurre almorzar a las cuatro de la tarde?
La verdad, no había almorzado antes porque no podía de las ansias. Tengo que regresar al pueblo en dos días y no me quiero ir a aquella tierra fría, árida y retrógrada: donde las mujeres se les utiliza como incubadora de humanos, su carne como mano masturbatoria, su buena voluntad como requerimiento obligatorio e inmerecido. El recuerdo de la mirada de un pueblo lleno de hombres cuyo apetito sexual no solo no discrimina edades lógicas sino tampoco los límites morales me aturde. Tal vez, no sea sólo en ese pueblo. Cuanto más lo pienso, más noto miradas sedientas en todas las caras que se me cruzan. Miradas sedientas de amor, de sexo, de sosiego, de paz, de todo aquello que nos prometen los anuncios vacíos de las estanterías de las farmacias.
Todo a las cuatro de la tarde parece tan ficticio: las canciones en italiano, el calor sutil que se desprende del calentador, la mirada lúgubre que tiene el cielo, mi tranquilidad engañosa, mi estómago lleno. Todo es tan volátil, tan momentáneo.
Me enteré que a un amigo se le murió la novia después de habérsela cuadrado dos meses antes. Pobre, ni me imagino cómo debería estar él. Tal vez, este sea el único sosiego que encuentre hoy: no se me ha muerto nadie. Todavía.
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