El arte de comprar cosas inútiles
**Dedicatoria: este cuento se lo dedico a Félix, el cubano que conocí en Tornamesa.**
El día que compré el candelabro de bronce Jorge me estaba esperando en casa. Aquel día había salido temprano de la imprenta y decidí tomar una ruta diferente a casa, no llegar por el camino habitual. Resulta que para ver la vida de manera distinta solo basta con girar un día a la derecha en vez de siempre tomar la ruta por la izquierda.
Llegué a un parque que no frecuentaba hace tres meses, inmiscuida en el bailoteo de las hojas con el viento coqueto, que las desprendía del fuerte estrujo que tenían con las ramas. Los almendros, infinitos en número, me rodeaban, abrazándome con su sombra fresca y rejuvenecedora. Al cruzar por la mitad del parque, saludé al hombre que vende mangos y le compré dos, pensando en sorprender a Jorge cocinando mi famosa torta de mango dulce con almendras y queso. La quietud del parque fue la perfecta premonición para llegar a la plaza de mercado, donde abundaba la bulla y un almizcle extraño que levitaba sobre las cabezas de las personas; olor cuya procedencia era muy difícil de discernir y se adentraba en las fosas nasales de los compradores y peatones temporales.
Media libra de harina, dos huevos, media libra de azúcar morena, una bolsa de almendras con cáscara y un bloque generoso de queso fresco.
Listo.
Un viejo, dueño de una de las tiendas de nueces del mercado, me sonríe y me desea una linda tarde. Yo le respondo con esperanzas y sigo caminando con la parsimonia que pocas veces me doy el lujo de tener. Me despido del mercado girando hacia la izquierda en la esquina y me saluda el llamador de ángeles que habíamos comprado Jorge y yo en alguno de nuestros viajes.
Abro la puerta y veo zapatos en el piso, un torrente de prendas subiendo por las escaleras. Entre todo aquel caos, se podían escuchar los gemidos de mi esposo. Y los de su querida, también.
Abro la puerta del cuarto y veo que ella está amarrada al espaldar de la cama. El ruido de la puerta lo distrae y el salta al verme, con su miembro erecto a punto de estallar. Ella voltea al ver que él ha cesado su actividad y trata de zafarse de la cama. Miro a Jorge y le digo que por favor me espere afuera, que quería hablar con su amante. La tipa lo mira como diciendo: “No me dejes sola...”. Jorge sale del cuarto y yo entro a un cuarto que ya no era el mío, pues había sido despojado de la santidad eclesiástica de mi amor por Jorge, un sujeto tan común y corriente como todos: tan hombre, tan ordinariamente viril, con su pecho peludo, entradas testosterónicas que lo dejaron casi calvo a los treinta años, con su miembro promedio y su inteligencia numérica.
Todas creemos que casarnos con un hombre humano es lo inteligente, pero nos olvidamos que el hombre humano, el homo-sapiens del cotidiano, por muy promedio que fuese, no está exento de ser un cabrón.
-“¿Cuántas veces?”
-“¿Perdona?”, me responde la querida, tratando de cubrir sus senos con la mano que no está amarrada al espaldar y su vulva cerrando las piernas.
-“Que: ¿cuántas veces te has tirado a mi marido?”
La mujer llevaba el pelo negro hasta las caderas y su maquillaje ya se le había corrido, probablemente por las lágrimas de placer provocadas hasta hace pocos instantes. Me acerqué a la puerta y la cerré para luego voltearme hacia la mujer que yacía todavía sobre mi cama.
-“Bueno…” dije serenamente, “Respóndeme.”
-“N—no sé, unas tres o cuatro.”
Me mordí la lengua con las muelas por un momento, sopesando el fracaso de mi matrimonio y lo que dirían en la calle mis amigas, mis parientes, el vendedor de nueces del mercado. Que pobrecita, que siempre lo supimos, que ese Jorge era lo peor. Pero él saldría ileso: salvo un par de comentarios…el típico: “todos son iguales”.
Me acerqué a la muchacha y la desamarré del espaldar, liberando a la concubina de aquel momento tan incómodo.
-“Vete.”, le dije, “ y no vuelvas por acá si no quieres que te pase lo mismo.”
-“¿Que me pase qué?”
-“Vete.”
Abrí la puerta y la mujer huyó. Hizo bien en hacerlo, la verdad.
Jorge, quien estaba afuera de la puerta escuchando todo, bajó tras ella y mientras la mujer salía de la casa, podía oír los susurros de mi esposo pidiéndole perdón, dándole explicaciones y ella, obediente como siempre, solo le contestaba que se iba, una y otra vez.
Esperé pacientemente sentada en el borde de la cama, hasta que mi marido decidió subir a afrontar el ineludible fin de todo. Cuando entró al cuarto, miró las bolsas que yo había dejado sobre el buró y, mientras lo sacaba de la bolsa para admirarlo, dijo:
-“¿Y este candelabro?”
Lo miré. A él. A mi esposo desnudo con su miembro ya flácido, como si no estuviese avergonzado de todo lo sucedido, como si fuese esperado: una obviedad más de la vida. Me paré de la cama y caminé hacía el teléfono. Lo descolgué sigilosamente, mientras hundía tres números, los números de mi auxilio, la única manera de salir de esto con dignidad. Llevé mis manos al bolsillo trasero de pantalón y saqué un pañuelo mientras me secaba dos lágrimas que habían corrido por mis mejillas. Me acerqué a mi esposo.
Grité.
Un alarido largo, agudo y eterno que, mientras lo emanaba, hizo que Jorge, aturdido, pusiera el candelabro sobre el buró y se alejara rápidamente de mí. Mi grito seguía, pero antes de acabarlo y de que él pudiese preguntarme qué diablos me pasaba, yo agarré el candelabro con la mano que tenía el pañuelo y terminé el grito con un:
-“¡No me pegues!”
Rápidamente, alzo el candelabro y con todas mis fuerzas lo llevo hacia mi pecho y me clavo el borde en la clavícula. Vuelvo a gritar pidiendo auxilio, cuando mi esposo me arrebata el candelabro y me grita que soy una loca de mierda. Yo corro hacía el teléfono:
-“¡Ayúdenme! Mi esposo me va a matar. Calle del Cartel, la casa roja al frente del puesto de corozos.”
Y cuelgo.
Jorge queda estupefacto, como asimilando una presunta persecución que se daría a cabo prontamente, pues, ¿cómo es posible que a una mujer con una clavícula rota no le creerían una historia tan solemne y polémica? Al pueblo le fascina que a una mujer le den una paliza de vez en cuando porque el ambiente se revoluciona y nos olvidamos por un rato que no vivimos bajo un machismo disidente y opresivo.
Jorge estaba rojo. Furibundo. Había entendido que su vida aquí, igual que nuestro matrimonio, había acabado.
Alza la cabeza y me mira
-“Eres una loca de mierda.”, dice casi musitando.
Yo lo miro, con mi brazo izquierdo casi descolgándose de mi cuerpo, lágrimas del dolor físico y el metafísico, es decir el emocional que trasciende cualquier plano de esta realidad tan abrumadora que estaba viviendo, bajaban por mis mejillas; mi orgullo abatido e inexistente y el peso despojado de millones de mujeres engañadas y abusadas por una herencia patriarcal palmeándome la espalda.
-“Corre, que ya te vienen a arrestar. Cachón.”
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